ATRAPADO EN EL TIEMPO

 

                      Andy García Montes

 

 

 

                                           

 

 

 

 

 

 

                                           Introducción

 

 

 


                                   

Quizá esta historia no sea muy creíble, no lo pretendo, sólo quiero relatarla para mí mismo. Este increíble suceso me ocurrió en un viaje a Egipto en compañía de mi esposa, quien puede dar fe de ello, al igual que los policías, y demás personas involucradas en tan singular acontecimiento, incluida la embajada española en el Cairo...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                     ATRAPADO EN EL TIEMPO

 

 

 

 

 

 

 

— ¿Por qué no encuentran a mi marido? —preguntó alterada Sofía.

—No creo que se lo haya tragado la tierra —añadió irónicamente.

—Señora tenga calma, pronto aparecerá —dijo el policía

 

Todo había comenzado allí abajo, en el interior de la gran pirámide.

Habíamos entrado a visitarla junto a un grupo guiado de turistas. Sofía se sintió mal, el calor y la estrechez del recorrido, le había producido una sensación de claustrofobia nunca antes evidenciada en ella. Se lo comunicamos al guía y éste nos autorizó para que abandonásemos la visita saliésemos de la pirámide. Ya en el exterior, Sofía se sintió más aliviada.

 

— ¿Qué te ha ocurrido?

—No lo sé, me he mareado y no me encontraba bien.

—No importa, demos un paseo alrededor de la pirámide y tomemos algunas fotos.

—De eso nada, vuelve a entrar que yo te esperaré aquí —dijo Sofía.

Yo era un reputado arqueólogo y un amante acérrimo de la egiptología.


Siempre habías soñado con visitar la gran pirámide, y ahora que tienes la posibilidad de hacerlo, yo, no te la voy a echar a perder.

— ¿Cómo te vas a quedar aquí sola?

—No te preocupes, mira la cantidad de turistas y policías que hay, estaré bien.

—Entremos los dos de nuevo.

—No de verdad, entra tú y disfruta de la visita.

 

Besé a Sofía y le dije que tuviese cuidado, y muy a mi pesar, volví a entrar a la pirámide.

Esas fueron las últimas palabras que escuchó de mi boca…

Sofía cada vez se mostraba más alterada, los policías trataban de calmarla. Pronto los curiosos se agolparon junto a ella para ver que sucedía. El guía le decía que no había vuelto a verme en el interior de la pirámide.

—Pero si ha vuelto a entrar, lo he visto con mis propios ojos — decía ella alterada.

De ello, hacía ya más de dos horas. El guía se ofreció de nuevo a hacer el recorrido acompañado por un policía.

— ¿Hay otra salida? —preguntó Sofía angustiada.

—No señora, es la única que hay —contestó el guía.

Sofía en su interior pensaba que quizá, yo, movido por mi afán aventurero me hallaba explorando la pirámide por mi cuenta, saltándome el recorrido oficial.

Por desgracia para ella, eso no era lo que había ocurrido...

Al cabo de dos horas, el guía junto al agente salían de la gran pirámide. Sofía al verles aparecer sin mí, corrió desesperada hacia ellos.

— ¿Y mi esposo, dónde está? —preguntó consternada.

— No lo sabemos señora, dentro de la pirámide le aseguro que no

—contestó el guía turístico.

Sofía en un acto de arrebato, corrió hacia la entrada de la pirámide, y una vez en ella, comenzó a gritar mi nombre. El guía y los policías corrieron tras ella. Trataron de calmarla y le dijeron que yo, pronto aparecería...


Aparecí en medio del desierto como por arte de magia. Me hallaba desnudo y no recordaba lo que había sucedido. Estaba aturdido, miré a mi alrededor, y no vi a nadie, ni tampoco edificación alguna, sólo el imponente desierto ante mí.

— ¿Qué hago aquí? ¿Dónde me hallo? —me pregunté en voz alta.

Angustiado, me tapé con las manos mis partes, y comencé a andar por el árido desierto. Anduve, anduve, y anduve, hasta que las fuerzas me flaquearon, y caí rendido en la tórrida arena.

Cuando recobré el reconocimiento, me hallaba recostado en unos almohadones en el interior de lo que parecía ser una tienda de campaña. Sí, en efecto, era una tienda pero no militar, y lo más raro de todo, era que ese tipo de tienda me era familiar.

—Me suena de algo todo esto —me dije a mí mismo.

—Claro, es una típica tienda fenicia —dije recordando.

— ¿Pero qué hago aquí? —me pregunté extrañado sobremanera.

Observé el interior, y reconocí muchos de los objetos allí presentes. Entre ellos varios jarrones de vidrio y varias estatuillas de dioses fenicios.

Antes de seguir con esta insólita historia, quiero hacer saber, que soy arqueólogo de profesión, y que he participado en innumerables excavaciones fenicias en la provincia de Málaga, mi ciudad, así, como en varios estudios arqueológicos e históricos sobre la cultura fenicia. Quiero hacer hincapié en ello, no para alardear de nada, sino para que el lector sepa, cómo pude desenvolverme más o menos, de forma acertada en un lugar y en un tiempo que no eran los míos.

Mientras observaba todo lo que me rodeaba en el interior de la tienda, entró en ella un individuo bastante alto y corpulento. Su atuendo era típico fenicio, y una espesa barba le cubría su tez morena. El sujeto me sonrió y me hizo señas con las manos para que me tranquilizara.

Comenzó a hablar, pero yo no comprendía nada. Noté por el tono de voz que el individuo no mostraba muestras de hostilidad alguna.

Yo le sonreí, y le dije como pude que no hablaba su idioma. El sujeto tampoco me entendió. Sonrió y me invitó a salir de la tienda. Yo le seguí.

Al salir, comprobé como me hallaba en mitad de un campamento fenicio. Había cerca de una veintena de tiendas de campaña de los colores más variados.

 

Era un paisaje atípico, pero rebosaba originalidad y ofrecía una visión alegre para la vista. Alrededor de una hoguera, se hallaba un grupo de hombres bebiendo y cocinando en ella varias piezas de carne. Ellos, al verme llegar con mi acompañante se pusieron en pie. Comprendí que mi acompañante debía ser un miembro importante dentro de la comunidad.

Los fenicios me estrecharon las manos, yo no salía de mi asombro. Uno de ellos me ofreció una jarra de cerámica llena de vino. La acepté, olí su contenido y comprobé que se trataba de vino, di un trago y paladeé el exquisito caldo.

Todos me miraban como a un bicho raro, y yo, me daba cuenta de ello. Otro de los hombres me ofreció un trozo de cordero, y acepté de nuevo el ofrecimiento, me hallaba hambriento y lo comí con fruición. El ambiente se tornó distendido, el vino alegró al grupo, y todos reían con mis ademanes de agradecimiento. Yo no hablaba en cananeo, pero sí conocía el alfabeto fenicio por mis estudios, por cierto, fueron los fenicios los creadores del mismo. Me levanté, y cogí una rama del suelo para dibujar en la arena la palabra fenicia gracias. El grupo al verme se levantó en el acto poniéndose a la defensiva. El jefe siguió sentado impasible. Yo al ver la reacción, hice varias reverencias con la cabeza y solté la vara. Me agaché y con el dedo dibujé la palabra.

Los fenicios al verla se quedaron gratamente sorprendidos, al comprobar que un extranjero conocía su alfabeto.

El jefe del grupo se levantó y me dio la mano contento por ello, y en su idioma escribió que se hallaban contentos de tenerme como invitado. Yo volví a escribir que estaba agradecido por su hospitalidad. Dudo si escribía bien las palabras en fenicio, pero parece ser, que ellos las entendían a duras penas. En adelante, el jefe de los fenicios decidió que nos comunicaríamos escribiendo en papiros, con bellos cálamos con plumas de color púrpura fabricados por ellos, para obsequiar a los escribas del faraón.

— ¿Cuál es tu nombre extranjero? —escribió el jefe.

—Mario —escribí yo.

—Mi nombre es Phelas —escribió el fenicio.

— ¿De dónde procedes?

—De una lejana tierra.

— ¿Cuál es su nombre?

—Tartessos —dije yo, haciendo mención al nombre que se le daba al Sur de Andalucía en aquella época.

 

 

—No la conozco.

—Pues algún día te invitaré a visitarla.

— ¿A dónde te diriges?

—A Egipto.

—Bien, serás nuestro invitado de honor, nosotros vamos hacia Egipto.

Al oír aquello me pareció escuchar música celestial. Todo mi empeño era llegar hasta la pirámide, y encontrar la manera de volver al presente o a el futuro, no sabía bien en aquel momento cómo definirlo.

Quería saber a toda costa la época en que me hallaba, y sin más, me lancé a hacer la estúpida pregunta, necesitaba saber si ya había sido construida la pirámide, ella era mí única esperanza de hallar una puerta de vuelta a mi mundo.

— ¿En qué año nos encontramos? —escribí temiendo y ansiando a la vez la respuesta.

El jefe de los fenicios me miró extrañado, y después miró a sus hombres, todos comenzaron a reír a carcajadas. Les extrañó que no supiera el año en que me encontraba.

— ¿Cómo es posible que no sepas el año en que nos encontramos? —preguntó el jefe escribiendo en la arena.

—Recibí un golpe en la cabeza y no recuerdo muchas cosas — escribí mintiendo para salir del paso.

Al ver lo escrito, el jefe ordenó que parasen de reír, y volvió a escribir mostrándome el año en curso. Corría el trigésimo año del reinado de Keops.

Me alegré sobremanera al leerlo, ya que la pirámide ya se hallaba construida, tengo una suerte enorme pensé, ignorando qué me depararía, el periplo de la insólita empresa que me proponía llevar a cabo…


                                                    

 

 

 

Mientras sucedía todo esto, en el presente, Sofía se hallaba reunida con el embajador español en el Cairo. Éste no salía de su asombro al oír lo relatado por ella. Lloraba tras contar lo sucedido, se sentía agotada por la angustia y el llanto, no comprendía qué podía haberme ocurrido.

El embajador le hizo todas clases de preguntas sobre mí, para agotar todas las posibilidades de la desaparición. No sacaban nada en claro. Nuestro matrimonio iba bien, por lo que la idea de abandono fue descartada, mi nivel de vida era alto, pero no era rico, así, que un posible rapto tampoco tenía sentido, no tenía enemigos que me hicieran temer por mi vida, y adoraba a mis hijos como ellos a él.

—Era un hombre feliz con su familia y con su trabajo, siempre lo refería, decía que era un ser afortunado por todo lo que le había deparado la vida —dijo Sofía mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—No se preocupe, la embajada correrá con los gastos de su alojamiento mientras dure la búsqueda, y pediré al gobierno español una unidad de policía judicial especializada en desapariciones para que se unan a la policía egipcia en la investigación —dijo el embajador.

—Muchas gracias, siempre le estaré agradecida —contestó Sofía.

—No hay de qué, es mi trabajo.

El embajador pidió a su chófer que trasladara a Sofía hasta su hotel, ella, no quiso, pero el embajador insistió sobremanera en ello, por lo que Sofía aceptó dando las gracias. Una vez en el hotel telefoneó a nuestro hijo mayor para contarle mi insólita desaparición. Nuestro hijo al escuchar la noticia se quedó sin habla, no daba crédito a lo que oía.

— ¿Cómo que ha desaparecido? —preguntó incrédulo.

— ¿Le ha ocurrido algo? —añadió.


—No lo sé hijo, eso es lo peor, que no sé nada de él desde hace 24 horas

—respondió mi esposa angustiada.

—Tranquila mamá, localizo a mi hermana y volamos hacia ahí lo antes posible.

—Gracias hijo.

— ¿Gracias por qué? No seas tonta, en cuanto sepa algo te llamo.

—Hasta luego cielo —dijo Sofía colgando el teléfono.

Se tumbó en la cama, y pensando en mí, cayó rendida. El sueño se apoderó de ella. Se hallaba extenuada, la angustia y el llanto habían hecho mella en su vitalidad. A los pocos minutos, una llamada de teléfono la sacó de sus pesadillas, alterada contestó al teléfono, era nuestro hijo, para decirle que ya volaban él y su hermana hacia el Cairo…


                                                       

El jefe de los fenicios ordenó recoger el campamento, y dijo que partiríamos lo antes posible. Nos hallábamos en las cercanías de Saqqara, así, que hasta Giza tendríamos que recorrer unos veinte kilómetros.

Durante el viaje fui sumido en mis pensamientos. Pensaba en todo momento en mi esposa y en mis hijos.

<< ¿Cómo se hallarán?>>

<< ¿Qué pensarán que me ha sucedido?>>

También pensaba en la manera de poder adentrarme en la pirámide, ya que la misma se hallaría fuertemente protegida.

Nos detuvimos al anochecer para dormir un poco y reponer energías, hicieron una gran hoguera para paliar las extremas temperaturas nocturnas del desierto. Yo seguía sumido en mis pensamientos. No quise comer, y pronto me acosté en una de las tiendas montadas provisionalmente sólo para esa noche. Los fenicios hablaban sobre mí, parecían decir que era un extranjero muy raro, y comentaban la tristeza que pesaba sobre mi ser, aunque no sé ciertamente si fue eso lo que dijeron. Pronto me venció el sueño, y tuve unas terribles pesadillas relacionadas con todo lo acontecido. No era para menos, aquella situación era digna de volver loco a cualquiera. Me desperté sobresaltado, y un sudor frío me recorría la frente, comprobé contento como aquellas visiones habían sido sólo unas pesadillas y me volví a dormir enseguida. Al levantarme a la mañana siguiente, noté un gran cansancio, y aún, todo el grupo dormía.

Phelas fue el primero en levantarse, y al verme intentando reavivar la hoguera se agachó y me ayudó a ello. El jefe fenicio me refirió lo de mis pesadillas escribiendo en la arena. Yo le escribí que no había pasado una buena noche.

Nada más terminar el desayuno, seguimos nuestro camino.

 

 


Cuando aún faltaba varios kilómetros para llegar a Giza, ya se divisaba la gran pirámide de Keops. Era increíble, un intenso resplandor era emitido por ella al incidir los rayos del Sol sobre sus caras. Yo no salía de mi asombro, y recordé que en un principio sus caras se hallaban cubiertas por capas de caliza pulida que reflejaban los rayos solares a modo de un gran espejo. Una vez más, pensé que todo aquello era una pesadilla, pero no, estaba ocurriendo realmente. Por un lado me sentía afortunado por poder contemplar la pirámide en todo su esplendor, pero por otro lado, me angustiaba cómo podían sentirse mi esposa y mis hijos al no saber nada de mí. Cuando llegamos a la meseta de Giza, y contemplé la gran pirámide a ras del suelo, me quedé sin palabras. Era imponente, en su vértice se hallaba colocado un piramidión de oro, que reflejaba los rayos del Sol de una forma majestuosa. Una fila de soldados reales protegían la entrada, y la multitud de personas allí concentradas parecían no prestarle la más mínima atención. Por otro lado, era normal, ya que estarían acostumbrados a verla.

Phelas y sus hombres sonreían al ver mi cara de asombro, me hallaba ensimismado contemplando la increíble construcción. Después de un rato observando la pirámide, bajé del camello y escribí en el suelo. El jefe mandó a uno de sus hombres a que le dijera lo que había escrito.

— ¡Quiere visitar el interior de la pirámide!—dijo el fenicio.

Todos los fenicios se miraron y comenzaron a reír a carcajadas, cosa que me enojó al no comprender nada.

—Escríbele al extranjero que su visita está penada con la muerte —ordenó el jefe.

Leí y comprendí que me hallaba en otra época, y que la pirámide era un templo funerario sagrado en aquel momento. Escribí en el suelo disimulando que no lo sabía. Seguimos el camino hacia Menfis. Hubiera dado cualquier cosa por poder fotografiar la pirámide, aunque sólo hubiese sido con mi smartphone, por otro lado, pensé que además hubiese sido una prueba de peso para que me creyesen si lograba volver al presente o al futuro, no sabía cómo llamarlo. Al fin, llegamos a Menfis. Me quedé atónito al ver el trasiego febril de personas de un lado para otro. La ciudad era imponente, un gran muro de caliza blanca acordonaba la ciudad, en contraste con las casas de los artesanos construidas de adobe y paja, las cuales pululaban alineadas en hileras en el exterior y frente al gran muro blanco. Muchos egipcios saludaban a los fenicios, parecían populares allí en Menfis. Un gran mercado se disponía entre los altos muros de la ciudad y las hileras de casas de los artesanos. Me llamó la atención que la mayoría de las personas encargadas de los puestos del mercado eran mujeres, ataviadas todas ellas con calasiris de lino de una blancura radiante. Los hombres vestían de igual manera, pero sobre los hombros además, llevaban un pequeño manto de lana. Los artesanos sin embargo, iban ataviados acorde con sus oficios, y todos portaban mandiles de piel de color oscuro.


Sin darme cuenta, llegamos a la entrada de la ciudad en sí, una gran entrada presidida por dos enormes estatuas de Keops hacía las veces de puerta, vigilada por una veintena de soldados reales. Pensé en las dos estatuas que tenía ante mí. Nunca se ha sabido de ellas en la arqueología, ni en la egiptología, cosa que me extrañó dada sus proporciones, quizá fueron destruidas y reutilizados sus restos para crear otras tallas de faraones posteriores. El militar al mando se acercó a nosotros, era un tipo alto y bastante fornido, su piel era morena y el torso lo llevaba desnudo, un pequeño shenti dejaba a la vista sus musculosos cuádriceps y gemelos, dignos de un atleta de élite. Su cabeza la cubría un claf de color azul, a diferencia del resto de los soldados, que lo llevaban de color blanco. Portaba una lanza y un puñal en su cintura, sus antebrazos los cubrían dos brazaletes de bronce. Al reconocer a Phelas adoptó una actitud más distendida e hizo señas a sus soldados, avisándoles de que los visitantes eran amigos.

Phelas bajó del camello y estrechó su mano, después del apretón de manos ambos se inclinaron levemente en forma de saludo. Se apartó a un lado y dejó que penetráramos en el interior del recinto.

Si el exterior de la ciudad era imponente, el interior me dejó sin palabras. Una gran avenida central la recorría en dirección norte-sur, a ambos lados de la avenida una hilera de enormes columnas albergaban edificaciones, las cuales se hallaban protegidas por soldados de la guardia real. En el interior la calma era total, a pesar de haber personas, el silencio reinaba en el ambiente. Un soldado se hizo cargo de los camellos, y otro nos acompañó a pie hasta la estancia del faraón. Sobre la marcha observé que varias de las edificaciones eran templos dedicados a distintas deidades egipcias.

La construcción más llamativa de todas era sin duda el palacio de Keops. Se accedía a él, a través de una gran escalinata de granito rojo, la entrada la presidían dos grandes estatuas, una de Keops a la derecha, y a la izquierda, se hallaba otra del dios Ptah. Una gran puerta de cedro con motivos de oro la adornaban de forma majestuosa. Una cruz ankh dorada cubría una de los portalones, y sobre el otro se estampaba el cetro de Keops, el nejej cruzado sobre el heqa. Dos soldados reales más corpulentos aún que los de la entrada, permanecían apostados ante la puerta. Nuestro acompañante habló con ellos, y uno de ellos se introdujo en palacio. A los pocos minutos, salió acompañado de un Sumo sacerdote quien saludó a Phelas de forma cordial, ahí, me di cuenta lo importante que era mi anfitrión, y la estima que le tenían en Menfis. El soldado que nos acompañó volvió a su puesto, y nosotros pasamos al interior acompañados por el Sumo sacerdote. Un gran recinto copado de columnas se abrió a nuestro paso, todo el grupo iba en silencio. Grandes pebeteros desprendían un aromático olor que inundaba la estancia. Cada dos columnas se hallaba un soldado real montando guardia y a nuestro paso se inclinaban exageradamente ante el Sumo sacerdote.


Salimos a un gran patio exterior, que se hallaba colmado de plantas exóticas, y de palmeras. Otro Sumo sacerdote salió a nuestro encuentro, y el grupo de fenicios con sus regalos se fueron con él. Phelas me indicó que fuera con él. Me sentía abrumado con todo aquello, me parecía una situación surrealista, pero no, era real como la vida misma.

Ahora, una sola puerta también de cedro y decorada con la cobra real nos separaba de la estancia de audiencias del faraón, donde solía recibir a los visitantes. Otros dos soldados de la guardia real protegían la entrada. El Sumo sacerdote se adelantó y éstos se apartaron, dejándonos pasar al interior.

Allí, al fondo de la estancia en un palco elevado se hallaba el faraón sentado majestuosamente en su trono.

Varios esclavos nubios le abanicaban con grandes y vistosos abanicos hechos con plumas de pavo real. Bellas mujeres yacían sentadas a sus pies, y una docena de escoltas reales conformaban aquella estampa de película. A un gesto del faraón las mujeres y los esclavos se apartaron.

—Bienvenido a mi morada viejo amigo —dijo el faraón dirigiéndose a Phelas.

Yo al escuchar aquello me quedé impresionado. Eran buenos amigos, y pensé que tenía que ganarme el favor de Phelas para así, ganarme la confianza del faraón para lograr mis propósitos. Phelas subió la escalinata y se inclinó ante el faraón, éste se levantó y se dieron un fuerte abrazo.

— ¿Quién es tu acompañante? —preguntó el faraón.

—Un extranjero muy listo —contestó Phelas.

—Lo malo es que se golpeó la cabeza y no recuerda muchas cosas

—añadió Phelas.

—Conoce mi idioma, pero sólo sabe comunicarse escribiendo — explicó Phelas.

Yo sabía que hablaban sobre mí, pero no entendía nada. El faraón levantó la mano derecha y me avisó para que subiera junto a ellos. Las piernas me temblaban, pero al fin pude subir las escaleras.

El faraón pronunció algo, y al instante, un escriba apareció con sus útiles de escritura ante nosotros. Habló con él, y el escriba comenzó a escribir en fenicio. Me pasó el rollo de papiro y lentamente averigüé lo expuesto. Me preguntaba mi nombre y de dónde procedía.

Yo le escribí lo mejor que pude las respuestas. Volvió a hablarle al escriba, y de nuevo escribió en el papiro para mí. Ahora, decía que no había oído hablar de mi lugar de origen. Y que si venía con Phelas, era bienvenido a Menfis.


Al leer aquellas palabras me sentí eufórico, mi plan comenzaba a forjarse. Phelas sonriendo, le dijo algo a Keops, y éste se dirigió con ímpetu hacia mí. En un primer momento me asusté, pero luego vi como sólo se proponía ver mis tatuajes. Me levantó las mangas de la túnica, y observó impresionado mis tatuajes, mirándome y sonriendo. Otro punto a mi favor, pensé yo, nada más lejos de la realidad. Dio una orden y en pocos segundos dos soldados reales me cogieron de los brazos fuertemente. No entendía lo que estaba sucediendo. Phelas tampoco entendía nada, y le preguntó a Keops qué sucedía. El faraón ordenó silencio, y un tercer soldado apareció con un Khopesh dispuesto a cortarme los brazos. Intenté zafarme por todos los medios de mis captores, pero me fue imposible y comencé a gritar como un poseso. Keops ordenó que parasen, y el soldado con el sable curvo bajó éste en el acto. El faraón comenzó a reír a carcajadas y Phelas aunque también asustado le siguió, yo sin saber por qué, también comencé a reírme.

Keops le habló al escriba y éste fue escribiendo. Me mostró el papiro, y pude leer que mis dibujos aunque le gustaban, eran una herejía hacia su persona, y que me había librado de perder los brazos gracias a ser amigo de Phelas. Yo, todavía con miedo en el cuerpo me incliné hacia él. Volvió a hablarle al escriba, quien después me mostró otra vez el papiro.

Escribió que quería esos dibujos en sus brazos, y que a cambio podía pedirle cualquier favor. Cuando leí aquello no sabía si alegrarme o llorar. Ahí, se encontraba mi gran oportunidad, pero cómo iba yo a realizarle dos tatuajes al mismísimo Keops sin los útiles apropiados, y sin tener ni idea de cómo hacerlo. Además, un error por mi parte, seguro me acarrearía el peor de los castigos.

Mi mente en segundos empezó a cavilar de forma endiablada, pensaba, pensaba y pensaba. Keops esperaba mi respuesta, y al verme cavilando me preguntó. Tomé el papiro y el cálamo y le escribí que aceptaba su propuesta, pero que yo no era un experto en ello, aun así, lo intentaría. Lo leyó y sonriendo me estrechó fuertemente la mano. En ese momento me percaté de que no sólo había conocido al faraón más conocido del Antiguo Egipto, sino que además, había estrechado su mano, y para más inri, iba a dejarse tatuar por mí.

<<En el futuro sigo haciéndome la misma pregunta, cómo no enloquecí con todo aquello>>

Pasamos a una gran estancia y tomamos asiento en unos grandes y mullidos almohadones. Un esclavo trajo una gran jarra de cerveza, y en una pequeña mesa de marfil, nos sirvió en copas de oro macizo. La cerveza era muy fuerte y de color rojizo, sabía a trigo pero era exquisita y de alta graduación como pude comprobar a la segunda copa. Phelas hablaba con Keops, y yo, observaba la estancia de cuando en cuando. No me creía que estuviese allí, era todo como un sueño. Al cabo de unos minutos, el escriba se presentó en la estancia por orden de Keops. Me mostró el papiro y lo leí.

 

Tengo que decir, que el escriba anotaba los textos en fenicio para mi
comprensión, pues en aquella época era muy usado en buena parte de Egipto,
dada las buenas relaciones comerciales entre las dos culturas

El texto me pedía que elaborara una lista con los útiles necesarios para llevar a cabo los dibujos (tatuajes)

Dudé un instante, pero después escribí con decisión los materiales que precisaba.

Lo primero que pedí es que me asistiera un médico real durante la sesión de tatuaje, después, anoté los útiles, entre ellos un cálamo nuevo y de la mejor calidad posible, tinta negra y roja, vendas y sustancias desinfectantes y analgésicas como aloe y mirra. También, pedí realizar antes un tatuaje a un esclavo, con el fin de practicar un poco, cosa a la que Keops no puso objeción, pero me dijo que el dibujo sobre la piel del esclavo no podía ser ningún símbolo sagrado. El dibujo era una técnica que se me daba bien, y además me gustaba, en mi profesión había realizado muchos de ellos, bien de planos, bien de reconstrucciones de ciudades y de huesos humanos, así como de objetos parcialmente destruidos. Claro, que dibujar en la piel de una persona era algo distinto. Dudé de llevarlo a cabo, pero ya mi suerte había sido echada en el momento que estreché la mano de Keops.

Al cabo de unos minutos, apareció ante nosotros un soldado real con un esclavo, y acompañado por un sacerdote de la Casa de la Vida, con rango de médico real. El esclavo se hallaba asustado, no sabía que iba a sucederle. El escriba trajo todos los útiles que le solicité y los depositó en una mesa pequeña.

Le pedí al escriba anotando en papiro, que le dijese al esclavo que no se preocupara, que sólo iba a dibujar en su piel. El esclavo lejos de tranquilizarse se puso más nervioso aún, no entendía nada. Dispusieron una camilla de operaciones y dos soldados le ataron a ella, después de darle dos vasos de cerveza a petición mía. Ya, más calmado, el esclavo se relajó un poco y no opuso resistencia, yo comencé a tatuarle. Keops y Phelas me observaban atentamente. Pedí al médico que tuviera preparado un paño humedecido con agua y con mirra para ir limpiando la sangre que pudiera brotar de la herida. Tomé el cálamo sin tinta y fui realizando una incisión sobre la piel, trazando lo que sería la guía del posterior dibujo.

Decidí tatuarle una palmera, fue lo primero que se me vino al pensamiento, y no vulneraba ningún precepto sagrado. El esclavo no se quejaba por el dolor, cosa que me facilitó el trabajo. El médico iba limpiando y anestesiando la piel al mismo tiempo, la mirra impregnada en el paño húmedo contribuía a ello. Una vez delimitado el trazado cogí un cálamo nuevo y lo mojé en tinta. Sobre la herida fui introduciendo la tinta, y la que sobresalía el médico la iba limpiando a mis indicaciones. Después de una hora el tatuaje estaba hecho, esperamos a que la tinta se secara, y a continuación el médico aplicó aloe como le indiqué, para después proceder a su vendaje para protegerlo. Cuando hube acabado tanto el médico como Keops me felicitaron. Phelas me hizo saber que el faraón me avisaría para realizarle a él los tatuajes. Yo me sentí aliviado, pensando en que tendría más tiempo para perfeccionar la técnica, o incluso librarme de llevarlo a cabo.


Después, dos esclavos trajeron más vino y un suculento almuerzo. La comida estaba deliciosa, no pregunté lo que era, pero creo que fue ganso asado lo que nos sirvieron, condimentado con especias y relleno con dátiles.

Comimos los tres juntos a solas, y al terminar la comida principal, nos sirvieron gran variedad de frutas y unos dulces típicos de Menfis, iban rociados con miel y empapados de vino dulce. Me llamó la atención el apetito que presentaba Keops para su fisonomía. No era muy alto, y más bien delgado, sus músculos eran fibrosos, sin embargo, Phelas si era corpulento y bastante alto, y ambos comían por igual. Al terminar la comida, varios músicos hicieron acto de presencia a la orden del faraón, y nos deleitaron con su música. Tras la velada, Phelas ordenó a sus hombres que trajeran los presentes para el faraón. Vi para mi asombro, cantidad de piezas que habían sido objeto de mis estudios como arqueólogo. No salía de mi asombro, todo aquello era surrealista. Keops aceptó de buen grado los presentes, dando las gracias a Phelas. A continuación, el faraón quiso dar un paseo por el templo y enseñarnos a Phelas, y a mí, sus nuevos proyectos. En la parte posterior de la gran sala Hipóstila, y antes de acceder al Sanctasanctórum, se erigían dos colosales estatuas de Keops a medio terminar. Los operarios trabajaban en estructuras de maderas en total silencio. El faraón se mostró contento al ver nuestras caras de asombro. Phelas y yo, nos quedamos sin palabras, sólo logramos observar aquello con total admiración. Cuando nos disponíamos a volver a la sala de los invitados nos cruzamos con la princesa, la hija primogénita del faraón. Se inclinó ante Keops, y él, aprobó su saludo. Después, el faraón me presentó a su hija, yo me incliné de forma instintiva hacia ella, y sonrió al ver mi asombro. Era una hermosa joven, de tez pálida y una gran melena negra que le llegaba hasta la cintura.

Perdí al verla la noción del tiempo, de mi situación, y de mí mismo. Me dio la impresión de que estaba traicionando a mi mujer, pero, qué mejor ayuda que la hija del faraón para volver con ella, pensé. Sólo tenía que ganarme su confianza y nada más, me decía a mí mismo. Así fue, días más tarde, la hallé paseando por palacio y se detuvo para hablarme. Lo hizo en fenicio, por lo visto, ya sabía que yo no hablaba su lengua. La acompañaba una doncella y un escriba, e iba escoltada por dos guardias reales. Me preguntó de dónde procedía, y yo, le contesté ayudado por el escriba, que venía de un lugar lejano, llamado Tartessos. Le expliqué al igual que al grupo de fenicios, que a causa de un golpe en la cabeza no recordaba muchas cosas. Ella, pareció interesarse por mi estado, y me dijo que podía visitar si quería a los médicos reales, que eran los más sabios de todo Egipto. Yo se lo agradecí y le dije que quizá los visitaría. Se despidió con una sonrisa, y diciéndome que se alegraba de haberme conocido. Yo le dije que también me alegraba de haberla conocido. Al menos, el primer contacto fue positivo. Le pedí al jefe fenicio que me enseñase a hablar su lengua, y él, entre risas aceptó mi petición.


En el presente, o futuro según se mire, mis hijos ya se hallaban en Egipto junto a su madre. Los tres habían acudido a la embajada española en el Cairo. Habían solicitado una reunión con el embajador para exponerle el caso y pedirle ayuda. Este, los recibió con puntualidad y se mostró interesado por mi extraña desaparición. Una vez, que Sofía expuso el tema, el embajador sin salir de su asombro, se ofreció a prestarles toda la ayuda posible para encontrarme. Les dijo que los gastos de alojamiento y dietas correrían a cargo de la embajada. Les preguntó si por algún motivo la desaparición podía ser fruto de un secuestro.

Sofía descartó esa posibilidad, aunque nuestra situación económica no era mala, tampoco éramos ricos, como para que alguien intentara pedir un rescate por mí. Lo que más extrañó al embajador fue que nadie había visto nada, ni guías, ni policías, ni ningún turista. Nadie sabía nada de mí. Sofía entre lágrimas dio las gracias al embajador, mientras mi hijo trataba de consolarla. El embajador les entregó varios documentos para que lo presentaran en el hotel de cinco estrellas Conrad Cairo, así como su número teléfono privado, el de la embajada y el del comisario egipcio, gran amigo suyo. Sofía no quiso aceptar el alojamiento, pero el embajador le insistió. Se despidió dando las gracias una vez más, y acordaron estar en permanente contacto.

Ya instalados en el hotel, decidieron cenar en la habitación, a Sofía, dado su estado de ansiedad no le apetecía bajar al lujoso restaurante del hotel. Cenaron en balcón, desde el cual se divisaban a lo lejos las pirámides iluminadas, y el Nilo, discurría ante ellos a pocos metros del hotel. Durante la cena hablaron de las posibles causas de la desaparición. Mis hijos la animaban diciéndole que pronto me encontrarían. Ella, parecía hallarse absorta en sus pensamientos, y sólo se limitaba a sonreír de forma inconsciente. Sonó el teléfono y Sofía corrió para cogerlo. Se decepcionó al oír la voz del embajador,  creyó que era yo quien llamaba. Este, había concertado a la mañana siguiente una reunión con su amigo el comisario, para tratar de sacar algo en claro de lo sucedido. Sofía le dio las gracias, aunque por su tono de voz, el embajador notó que no se hallaba bien. Colgó el teléfono, y tras explicarle a nuestros hijos el tema de la llamada, se asomó al balcón y contempló ensimismada las pirámides sin decir palabra alguna...


Después de varios días practicando con Phelas, aprendí al menos, a desenvolverme en la lengua semítica de los fenicios. Phelas disfrutaba enseñándome, y yo, con mis conocimientos anteriores, y mi habilidad para el aprendizaje, también me lo pasaba bien en las clases improvisadas en uno de los patios del templo. A ellas, también acudieron algunos escribas egipcios y obreros reales para perfeccionar la lengua fenicia, por iniciativa del propio faraón. La princesa Hetheperes solía acudir a la hora de la clase con sus doncellas. Apartada unos cuantos codos del lugar, parecía divertirse cuando yo me equivocaba y Phelas me rectificaba. Ella, no sabía que yo me daba cuenta de ello, pero de momento no le dije nada. Al día siguiente, me encontré a Hetheperes paseando por los jardines de Palacio, y le hablé con soltura en fenicio. Ella, se sorprendió al oír mi pronunciación y lo mucho que había aprendido.

—Veo que eres un alumno aventajado —dijo ella sonriendo.

—Gracias, viniendo de su alteza es todo un halago.

—Puedes prescindir del protocolo y llamarme por mi nombre, es más, te lo exijo —dijo Hetheperes sonriendo.

—Pues ahora, me hallo buscando a alguien que pueda enseñarme la lengua egipcia —dije con altanería.

—No se hable más, mañana mismo, una de mis doncellas te instruirá en nuestra lengua —respondió ella con seriedad.

—Hablaba en broma alteza, ya, con poder comunicarme en fenicio con usted me basta —dije sonriendo.

—Deja de llamarme alteza y llámame por mi nombre, al menos, mientras estemos a solas — dijo ella con tono serio.

Me preguntó si me apetecía dar un paseo, y yo, acepté de buen grado. Durante el mismo me preguntó si tenía familia, yo mentí, le dije que no me acordaba siquiera de ello, tan sólo recordaba de donde procedía.

—Debe ser muy triste no poder recordar algo así —dijo ella con gran pesar.

—Prefiero no pensar en ello, cada vez que trato de esforzarme y tratar de recordar algo, me invade una gran angustia — respondí fingiendo estar preocupado.

—Lo mejor será que no te obsesiones con ello, en cualquier momento puede despertar tu memoria —dijo ella con dulzura.

—Eso mismo, me dijeron los médicos —dije yo sorprendido.

—Lo sé, me interesé en persona de conocer sus opiniones — contestó sonriendo.

 

Aquellas palabras causaron en mí una extraña sensación. Le di las gracias por su interés, y la acompañé a sus aposentos. Antes de cerrar la puerta se abalanzó hacia mí, y me besó, yo, lejos de rechazarla, la besé también con fruición. No pude contenerme, nos besamos con pasión, y antes de cerrar la puerta de su aposento, me miró a los ojos y me dijo que me amaba en un susurro. No supe qué decir, me sentía confuso y eufórico a la vez. De camino a mi alcoba, iba pensando en lo ocurrido, por un lado, me atraía poderosamente la bella Hetepheres, pero por otro lado, me sentía culpable de estar traicionando a mi esposa. Me decía a mí mismo, que sólo había sido un beso, pero aun así, me sentía mal. Quise convencerme de que no era tan grave, y al día siguiente, le diría que había recordado que tenía mujer y un hijo. Pensando que al saberlo se apartaría de mí. Pasé toda la noche pensando en el suceso, y podía sentir el roce de sus labios en los míos. Recordaba el beso y una gran excitación recorría mi cuerpo de arriba abajo. Enseguida, se me venía al pensamiento mi esposa que me miraba con reproche y con lágrimas en los ojos, y me invadía un gran sentimiento de culpa. Así, pasé toda la noche, una visión me llevaba a la otra, y volvían a repetirse de forma simultánea y a cámara lenta.

Phelas, tenía que seguir con el comercio ambulante de sus mercancías, y se disponía a abandonar Egipto. Me preguntó si quería ir con él, y yo, le dije que agradecía su ofrecimiento, pero que deseaba permanecer en Egipto.

Sabía que me costaría encontrar una ocupación, y me dejó al cargo de su negocio en la plaza de la ciudad. Era un establecimiento de mediano tamaño, y en la trastienda disponía de un almacén, aseo, y un minúsculo dormitorio.

En él, se vendía toda clase de objetos. En su mayoría útiles domésticos y elementos decorativos, además de algunas joyas de oro y de plata labradas de forma artesanal por orfebres fenicios. El establecimiento también proveía a palacio con sus artículos, que eran renovados cada vez que Phelas volvía a la ciudad. Ordené el local y lo adecenté, pareciendo más grande cuando hube acabado. Para mi sorpresa, Hetepheres entró en el comercio acompañada por sus doncellas. Mientras en la entrada aguardaban dos guardias reales.

—Hola, ¿es éste tu nuevo trabajo? —preguntó ella.

—Sí.

—Ha sido muy generoso Phelas al ponerte al cargo de su negocio —dijo Hetepheres.

—Así es, por ello, cuando vuelva ha de estar orgulloso de mí —respondí con firmeza.

—Veo que aprecias ciertos valores —dijo ella.


—Por supuesto, él me ha ayudado, y me ha dado muy buenos consejos — respondí yo.

—Tengo que decirte algo a solas —le dije mirándola a los ojos.

— ¿Sucede algo? —preguntó con preocupación.

No sólo que he recordado algo —dije yo sin aclarar nada más.

Eso es bueno, ya te dije que poco a poco, comenzarías a recordar, me alegro —dijo Hetepheres.

Yo, permanecí sin decir nada.

Bien, a la puesta de Ra, nos veremos en los jardines del templo —dijo ella.

—Allí estaré —contesté.

Cada vez que la veía y la tenía cerca, algo me sacudía en mi interior. No sabía si me estaba llevando por mi instinto, o peor aún, si me estaba enamorando de ella. Intenté no pensar en ello, y ordené de nuevo el establecimiento para distraerme.

La encontré meditativa en el jardín, yo, llevaba un nudo en la garganta, y no sabía aún como empezar a contarle que tenía una esposa e hijos.

Estuve a punto de marcharme, pero no lo hice. Improvisé y le dije que había recordado mi ciudad y a mi familia, pero no dije nada de que tenía una esposa y dos hijos.

Nos dirigimos al embarcadero y salimos del templo hasta llegar a la orilla del río sagrado. Allí sentados, permanecimos un rato callados mirando al río. Sin esperarlo, ella me asió de la mano, y yo, la miré y no pude evitar besarla. Nos dejamos llevar por la pasión, y cuando tomé conciencia de lo ocurrido, ya era demasiado tarde. Habíamos yacido con desenfreno y nos habíamos amado sin límites.

Lejos de aparecer en mí un sentimiento de culpabilidad, me embargó un gran alborozo. Parecía tener una sola vida, y ésta, bullía allí, en el Antiguo Egipto, junto a Hetepheres. Me dijo que me amaba, y yo, estuve a punto de decirle lo mismo, pero me levanté y le dije que no quería hacerle daño. Ella, me miró sin comprender nada, y yo, abrumado por el momento le hice saber que aquella relación no podía seguir adelante. Le pedí perdón por no haberle contado la verdad, y que no lo hice porque no me creería al conocerla.

— ¿De qué hablas? —me preguntó desconcertada.

—Tengo esposa y dos hijos —contesté sin más.


Hetepheres, con lágrimas en los ojos, me preguntó por qué se lo había ocultado. Le dije que aunque no me creyese se lo contaría, y así lo hice. Ella, no salía de su asombro al escuchar mi rocambolesca historia. Pero, lejos de reírse y no creerme me dijo que lo sentía, y que comprendía mi delicada situación.

 ¿La amas? —preguntó con tono grave.

—Sí —respondí cabizbajo.

Hetepheres, todavía con lágrimas en los ojos, me dijo que debía elegir entre mi esposa y ella, y que respetaría mi decisión, así, como que me ayudaría en la vuelta a mi mundo, en caso de que eligiese volver con mi mujer.

Al oír aquellas palabras, me di cuenta que me amaba de verdad. Me sentí un ser despreciable por haber despertado en ella aquel ilusorio sentimiento por mi parte. Le hice saber que sentía por ella algo especial, pero que no sabía con exactitud lo que era. Me acerqué a ella y la abracé, durante un buen rato permanecimos abrazados en silencio.

— ¿Y bien, a quién vas a elegir? —preguntó mirándome a los ojos.

Con un nudo en la garganta y con pena hacia ella, le dije que deseaba volver a mi mundo, no quise decir que elegía a mi mujer porque pensé que sería muy cruel. Hetepheres asintió con la cabeza y me dijo que consultaría con el Sumo Sacerdote de Ptah, quien era de su total confianza para intentar llevarme de vuelta a mi mundo. De camino al templo fuimos en silencio y yo, iba pensando en lo dolida que debía sentirse. Me despedí de ella con un beso en la frente, y esa noche no logré dormir imaginando como se hallaría después de conocer mi elección.

Al día siguiente, Hetepheres vino en mi busca para que le acompañase a consultar al Sumo Sacerdote. Nos dirigimos al templo, y en una estancia poco iluminada y sin dejarse ver el Sumo Sacerdote de Ptah nos recibió.

—Aquí se halla el extranjero del que te hablé, di si sabes ya cómo devolverle a su mundo —dijo Hetepheres.

—Creo que sé cómo llevarlo a cabo, pero no puedo dar la seguridad de que funcione —respondió el Sumo Sacerdote.

—A pesar del paso del tiempo, y del cambio que éste puede haber causado en la pirámide en tu mundo futuro ¿podrías recordar el lugar donde comenzó todo? —preguntó el Sacerdote.

—Creo que sí —respondí sin mucha seguridad.

El Sumo Sacerdote me pidió que volviese a relatarle la forma en que sucedió mi insólita aventura. Lejos de extrañarse, nos dijo que la pirámide era una puerta hacia el más allá, en la cual el faraón era preparado para que comenzara su viaje hacia las estrellas. Nos dijo, que por un extraño motivo que no lograba comprender, la puerta se abrió en el tiempo futuro para traerme hasta aquí. Quizá ello, era una decisión de los dioses, y que mi presencia allí igual obedecía a un designio de ellos.

—Ayúdanos, no te lo ordeno, te lo pido por la amistad que nos une —dijo Hetepheres.

—Lo sé mi princesa, pero como sabes, sólo el faraón y sus hombres de confianza pueden penetrar en la gran pirámide — respondió el Sumo Sacerdote.

— ¿Pero tú eres de su total confianza, o no?

—Así es, pero será complicado poder introduciros a vosotros —contestó el Sumo Sacerdote.

—Y, es más, si tu padre llega a conocer nuestros propósitos, lo pagaremos con nuestras vidas —añadió el Sumo Sacerdote.

—Lo sé, pero es un riesgo que deseamos asumir —contestó Hetepheres.

—No se hable más, a media noche os espero en la cara norte de la pirámide —dijo el Sumo Sacerdote.

—Allí estaremos —respondió Hetepheres.

Al salir del templo nos dirigimos a la orilla del Nilo, y allí sentados, ella, comenzó a llorar, y a decirme que me amaba y que me echaría de menos. Traté de consolarla, y abrazándola le dije que me hubiese gustado quedarme con ella en su mundo.

— ¡Aún, estás a tiempo! —respondió ella.

No puede ser, si no tuviese familia ten por seguro que me quedaría aquí contigo —dije cabizbajo. Ella, abrazada con fuerza a mí, comenzó de nuevo a llorar. Una inmensa pena me corroía el alma, pero, quería a mi esposa y a mis hijos, y sabía que debía volver con ellos. La besé en la cabeza, y le acaricié por la espalda. Me pidió que la amase por última vez, pero me negué, aunque lo deseaba con todo mi ser. Ella se sintió despreciada y se apartó de mi lado. Se sentó en la orilla lejos de mí. Aguardé un momento observándola, y acto seguido me acerqué y me senté junto a ella. Le pasé el brazo por la espalda y la agarré de la cintura, ella, lejos de apartarme, me besó con ímpetu y yo, volví a ser preso de sus labios. Nos tendimos sobre la hierba y entre beso y beso, hicimos el amor hasta desfallecer. Me pidió una vez más que me quedara con ella, pero, le dije que no insistiera, y que no hiciera la situación más dolorosa. Le dije que yo también sentía algo por ella, y que nuestros mundos eran distintos, así, como nuestras vidas.

—Perdona, soy una egoísta, no tengo derecho a pedirte que renuncies a tu familia —dijo apenada.

—No tengo que perdonar nada, imagino cómo te sientes, en todo caso, soy yo quien debería pedirte perdón por no haberme abstenido de yacer contigo.

 

—Así, lo hemos decidido los dos, no hay nada que perdonar.

 

—Ya, pero me siento mal, creo que te he traicionado a ti, y a mi esposa.

 

—No seas bobo, además, no pertenezco a tu mundo, al menos, no en la misma época, por mí no te preocupes, en cuanto a tu esposa, pienso que tampoco deberías preocuparte, ¿te creería?

Nos tumbamos en la hierba y abrazados nos quedamos dormidos. Cuando despertamos ya había anochecido y nos dirigimos hacia la pirámide. Fuimos cogidos de las manos y en silencio, íbamos sumidos en nuestros pensamientos. La luna llena nos guiaba con su gran resplandor, y en poco tiempo llegamos a la majestuosa construcción. El Sumo Sacerdote ya nos esperaba como habíamos acordado. Se notaba nervioso, nos dio dos túnicas blancas con capucha para que fuésemos vestidos igual que él. Nos acompañaban dos sacerdotes más, y cuatro guardias reales. Al llegar a la entrada de la pirámide los guardias que custodiaban el acceso abrieron paso al Sumo Sacerdote y a nosotros. Sólo los tres penetramos en la gran pirámide. Antorcha en mano, intenté hacer un recorrido mental hasta donde creía que se hallaba el lugar en el cual había comenzado aquella extravagante aventura. Comencé a caminar seguido de Hetepheres y del Sumo Sacerdote. La pirámide se hallaba en todo su esplendor, nada que ver con su estado en la actualidad, o en el futuro, mi futuro, según se mire.

No sé por qué, me dirigí guiado por una extraña fuerza a un punto determinado del pasillo que conducía a la gran galería. Aunque muy cambiado, estaba seguro que ese era el lugar, me paré en seco y dije que ese era el sitio donde yo había desaparecido.

—Está bien, comencemos —dijo con voz solemne el Sumo Sacerdote.

Hetepheres, se abrazó a mí, y me dijo que me amaba y que siempre viviría en su corazón. Le besé en la frente y le dije que yo tampoco la olvidaría. Sus mejillas se humedecieron con grandes lágrimas, y antes de situarme en el lugar elegido se quitó su collar del que portaba una cruz Ankh y me lo colocó, diciéndome que me protegería de todo mal, y que haría acordarme de ella en mi mundo. Vi como otro idéntico colgaba también en su cuello.

El Sumo Sacerdote desenrolló un papiro y ordenó que guardásemos silencio mientras él recitaba el ritual “del más allá”


Sólo lograba entender el nombre de algunas deidades egipcias, como Osiris, Horus, Isis, pero poco más. No recuerdo cuanto tiempo duró el ritual, si sé, que noté una especie de temblor en el interior de la pirámide, y una luz cegadora invadió el lugar, después de eso ya no recuerdo nada más. Por suerte para mí, funcionó…

 

 

 

 

 

 Sofía cogió el teléfono y contestó, un gran nerviosismo le invadió. Al otro lado de la línea se hallaba el embajador, quien le notificaba que yo había aparecido. Ella, corrió emocionada a avisar a mis hijos quienes se hallaban en el balcón.

— ¡Hijos, hijos, vuestro padre ha aparecido! —gritó Sofía.

Mis hijos al escucharla salieron del balcón, y preguntaron emocionados si me hallaba bien.

—Sí, sólo un poco confundido, y no recuerda donde ha estado todos estos días —respondió Sofía.

— ¿Dónde se halla? —preguntó su hijo con nerviosismo.

—Se encuentra en el centro hospitalario “As Salam International Hospital”, su estado de salud es bueno, pero se halla en observación —respondió Sofía.

—Vamos, nos vestimos y salimos hacia el hospital —dijo Sofía.

Tomaron un taxi y en pocos minutos y gracias a la pericia del taxista llegaron al hospital.

El embajador les esperaba en la entrada principal, y Sofía le dio las gracias por el interés mostrado en mi búsqueda.

— ¿Dónde lo han encontrado? —preguntó Sofía.

—Lo han localizado un grupo de turistas a veinte kilómetros al sur del Cairo, en pleno desierto, se hallaba sin ropa e inconsciente —explicó el embajador.

— ¿Podemos verle? —Preguntó Sofía.


—Claro, está deseando verles, les acompaño a la habitación —se ofreció el embajador.

Sofía y mis hijos entraron en la habitación con cierto nerviosismo, y al verme se abrazaron a mí. Los cuatro rompimos a llorar de alegría tras el encuentro.

— ¿Pero, adónde te has metido? —preguntó Sofía emocionada.

—No lo creerías si te lo dijese.

—Prueba —le retó Sofía.

—He viajado en el tiempo hasta el Antiguo Egipto  —dije sin más.

Sofía y mis hijos se miraron sorprendidos por la respuesta, pensaron que yo padecía alguna clase de trastorno.

—Vale, descansa, más adelante nos contarás donde has estado, ahora vuelvo —dijo Sofía.

Les dijo a mis hijos que se quedasen conmigo, mientras ella, fue en busca del médico que me había atendido. Le contó al facultativo mi respuesta, pero, éste lo achacó a un estado transitorio de confusión mental. Sofía se sintió más tranquila, pero algo le decía que quizá la respuesta de Mario podía ser cierta, aunque sonara a película de ciencia ficción, no supo, qué la empujaba a pensar aquello.

Al llegar de nuevo a la habitación, vio como sus mis sostenían un colgante en las manos y lo observaban con cierto interés. Se acercó a ellos, y les pidió que se lo mostrase.

— ¿Y esto? —preguntó Sofía extrañada.

—Parece auténtico —respondió nuestro hijo, quien al igual que yo, ya era un reputado arqueólogo.

—No he preguntado por su autenticidad, sino por lo que es — dijo irritada Sofía.

Se trata de un poderoso amuleto egipcio, es la cruz Ankh o “llave de la vida”, parece de oro puro y nunca antes había visto una igual —respondió su hijo.

— ¿Estás sugiriendo que crees a tu padre? —preguntó Sofía en voz baja.

—No sugiero nada, pero esta cruz parece muy antigua, no sé, todo es muy extraño —respondió su hijo también en voz baja.

—Queréis dejar de cuchichear y decid que estáis tramando —dije medio en broma, medio en serio.

 —Sólo, que esta cruz parece de oro puro, y según tu hijo parece muy antigua —contestó Sofía.

—Ya veo que no me creéis, lo veo lógico, a mí, me pasaría lo mismo, según el médico que me atendió, esa cruz era sólo lo que llevaba encima en el momento que dieron conmigo.

—Lo sé, he hablado con él —dijo Sofía.

Les dije que se pusieran cómodos, y comencé a contar mi insólita historia, sin omitir nada en absoluto. Cuando hube terminado, tanto Sofía, como mis hijos se sintieron asombrados por lo relatado. Los detalles, la pasión y la forma en que relaté lo vivido parecía ser del todo cierto. Sofía sin creerme aún, se sintió dolida al saber de la princesa y las vivencias de ambos. Mis hijos, tampoco daban crédito del todo al relato, pero, también se sintieron decepcionados por mencionar la aventura amorosa que había llevado a cabo con Hetepheres. Noté la decepción que todos mostraban, y les pedí perdón a los tres. Sofía abandonó la habitación con lágrimas en los ojos, y mi hija la siguió. En el pasillo hablaron entre sí, trataban de barajar las posibilidad de que todo fuese cierto, de ser así, nuestra hija le dijo que viese el lado positivo, y que yo, había elegido volver con ellos. Sofía abrazó a nuestra hija, y le dijo que debían volver a la habitación junto a su hermano, y junto a mí.

Al entrar en la habitación, Sofía, me dijo que perdonaba mis actos impúdicos con la princesa, y nuestro hijo, le dijo que era una sabia decisión.

—Estoy arrepentido de mis actos, y aunque no tienen justificación alguna, una fuerza extraña que desconozco me llevó a realizarlos —expliqué sin mentir en ello.

—No se hable más del tema, lo importante es que estás aquí, junto a nosotros —dijo Sofía.

—Era lo que deseaba —dije con lágrimas en los ojos y Sofía se abrazó a mí.

Pasaron los meses, y seguía teniendo pesadillas relacionadas con mi insólito viaje en el tiempo. No dije nada a Sofía, ni a mis hijos, aunque ella lo sospechaba, ya, que en más de una ocasión se había despertado sobresaltada con mis gritos. Hallándome preparando unas prospecciones arqueológicas en el despacho de mi domicilio llamaron a la puerta. Me encontraba solo, y fui a abrir la puerta. Era el cartero, quien me hizo entrega de un paquete, me extrañó que no constara el remitente. Subí a mi despacho y lo abrí con curiosidad. Al ver su contenido me sobresalté, una cruz Ankh igual que la que portaba en mi cuello se hallaba en el paquete.

 

La saqué y comprobé para mi asombro y estupor, que también había una nota escrita en lo que parecía ser un trozo de papiro.

La desdoblé con el pulso temblando y la leí:

<<Pronto, volveremos a estar juntos...

 

 

 

                                                   FIN